viernes, 24 de diciembre de 2010

Diamantes de río.


Me encontré llorando, como nunca lo había pensado, como cuando un peluche pierde a su dueño. Llorando, el nudo en la garganta te impide hablar, respirar, cada vez que se abre, una lágrima y un jadeo se sienten. Y a cada lágrima que caía, se sentía como me extirpaba quirúrgicamente lo que estaba infectado en mí y como si mi mente no quisiera, pensaba. Pensaba en esa parte tan aferrada a mí, esa que no se quiere ir pero necesito que se vaya. Esa parte tan buena y tan mala que me ataca y me revuelve la cabeza, el estómago y el corazón. La parte que más bonita fue en un momento, ahora me destrozaba como si fuera demasiado para mi cuerpo. 
Trasplantes, transfusiones y todos los posibles tratamientos se hicieron, pero no funcionaron. Y yo sabía que la solución era simple: dejar pasar el tiempo, ver como evoluciona, cuáles son los síntomas, investigar las causas, el origen de las cosas. Pero es más fácil negarse. Negar que hay enfermedad, negar los síntomas, no hacer nada. 
Y a cada lágrima que seguía cayendo, algo en mí cicatrizaba. Me sentía insegura, no sabiendo qué iba a pasar, era estar en un lugar desconocido en el medio de la oscuridad, donde tus ojos no son ojos, y donde tu cuerpo no es cuerpo, y lo único que te pertenece es la mente.
Y seguían cayendo, y el nudo se abría y cerraba a un ritmo sincopado. Ellas caían lento, como si con su paso estuvieran por destruir algo. Pero eso no pasaba, y ellas seguían cayendo, cada vez con más frecuencia, con frenética rabia, o con dolor, pero casi nunca felicidad. Esos diamantes que rozaban mi piel caían, chocaban contra el piso haciendo su sonido, ese que no somos capaces de escuchar en el momento, pero sabemos que está ahí y va a retumbar y volver a retorcer la mente, al segundo que dejen de sonar. 
Y caían, y cada una se llevaba una parte de mí, y se desvanecían pero yo las podía seguir viendo ahí, rotas en el piso. En ese momento, no me interesaba recogerlas, las encontraba ajenas a mí y el sonido de ellas cayendo retumbaba una y otra vez.
El tiempo pasaba, y yo no me daba cuenta. Estaba encerrada en mis torpezas, en los sonidos, en mi corazón. Sintiendo el paso de ellas sobre las rosadas mejillas que ya no las sentía mías, cayendo sobre mis pies, los que ya sentía propios porque al caer esa parte de mí, una diferente crece y ya nada vuelve a ser igual.

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